psc-psoeRecuerdo perfectamente el día, hace ahora 15 años, en que mi abuelo, quién entonces no era para mi si no una suerte de patriarca al que se debía reverencia y cierta veneración, se presentó en mi casa para pedirme ayuda con su flamante ordenador portátil. Tal día me hizo una oferta: me daría 20.-€ cada vez que acudiese a su casa a instruirle en el uso de ese trasto del demonio. Siendo yo un chaval de 16 años sin mucho oficio ni beneficio y con una asignación semanal bastante exigua, acepté de buen grado. Fue aquella, sin duda, la mejor decisión que he tomado y tomaré en toda mi vida.

Vaya por delante que fracasé miserablemente a la hora de convertir a mi abuelo en un usuario de ordenador mínimamente funcional. Tras visitarlo en su casa dos o tres veces por semana durante 8 o 9 años, mi abuelo fue, hasta el mismo día de su muerte, un completo inepto en el uso del ordenador o, de hecho, de cualquier otro tipo de aparato tecnológico posterior a la máquina de escribir. En esa disciplina, mi abuelita siempre ha sido la alumna aventajada.

A pesar de la evidente falta de progresos tangibles, mi abuelo siempre fue buen pagador, y durante los casi 10 años que pasé visitándolo de forma semanal en su minúsculo despacho de la Calle Camelias, debí ingresar, a su costa, varios miles de euros. Sin embargo, lo que en realidad gané no tiene precio y es difícil expresarlo con palabras.

Sin darme yo cuenta, mi abuelo aprovechó esas incontables sesiones para, de forma casi subrepticia, instruirme él a mí en su visión del mundo, sus nociones políticas, la eterna Batalla de Stalingrado y, por supuesto, las virtudes del Derecho y de la abogacía, su profesión, que ahora es también la mía. Haciéndome creer que yo le ayudaba a él con ese maldito ordenador que jamás llegó a comprender, mi abuelo me hizo partícipe de sus pasiones, de sus intereses, de su sapiencia, de su vida y, en el proceso, transformó a un adolescente atolondrado en un joven responsable y comprometido con el simple ideal de hacer del mundo un lugar mejor.

Según vierto sobre el papel estas palabras comprendo que, de forma inconsciente, llevaba ya muchos años escribiendo el discurso que ahora tengo la tristeza, pero también el profundo orgullo, de leer ante todos vosotros. Estas palabras, ocultas hasta ahora en una nebulosa que, según escribo, se va aclarando de forma desgarradora, son las mismas palabras que, en conocer de la enfermedad que finalmente acabaría por llevarse a mi abuelo, sentí la tentación de extraer de mi cabeza y leérselas en persona a quién, además de abuelo, ha sido y será siempre para mí un maestro, un mentor y un guía cuya estela sigo y seguiré hasta el fin de mis días.

Se me antojaba triste que mi abuelo se marchase sin saber lo que ha significado y significa para mí. La mayoría de los seres humanos tenemos la perniciosa costumbre de expresar nuestros sentimientos más profundos, los más relevantes y sustanciosos, solo en ausencia de aquella persona a quién se dirigen. Es algo del todo injusto que, sin duda, hubiese remediado si las palabras que ahora escribo con sorprendente fluidez hubiesen brotado de mis dedos o salido de mi boca hace solo algunos días. Parece, no obstante, que solo el hecho irreversible y definitivo de la muerte ha hecho florecer mis emociones de forma lo bastante ordenada como para expresarlas de manera inteligible. Supongo que más vale tarde que nunca.

El objeto de hacer a mi abuelo conocedor de la importancia capital que ha desplegado en mi forma de entender el mundo y de vivir la vida, residía primordialmente en intentar satisfacer su anhelo, tan comprensible y humano, de reivindicar su extenso legado intelectual, profesional, político y, por supuesto, familiar. Anhelo que, a lo largo de diversas reuniones familiares celebradas durante los últimos años, mi Abuelo solía transmitirnos de forma implícita al entregarnos, a todos y cada uno de los presentes, copias impresas de antiguos artículos y reportajes publicados en diversos medios de comunicación, escritos por él en algunos casos, o sobre él, en otros.

Con el evidente deterioro de sus otrora excelentes capacidades comunicativas -deterioro que, por desgracia, marcó sus últimos años de vida de forma dramática e injusta- mi abuelo, al entregarnos esas fotocopias, parecía querer recordarnos a todos que él había sido mucho más que un entrañable y silencioso anciano encabezando esa reunión de energúmenos y fumadores empedernidos que tenía por familia; él había sido un abogado admirado, un periodista crítico e incisivo, un intelectual respetado desde España hasta el lejano Volga. Los Moreno, siempre mordaces (y ocasionalmente un poco ácidos) solíamos recompensar esos ruegos de atención y protagonismo entonando a viva voz los acordes del Himno de su querida y admirada Unión Soviética.

Deseo de todo corazón que mi abuelo fuese consciente, al menos en parte, de que su mayor y más importante legado eran en realidad las mismas personas a quienes repartía esas dichosas fotocopias: esa extensa y ruidosa familia, hecha a su imagen y semejanza, repleta de niños, niñas, hombres y mujeres, inteligentes, cultos, leídos, politizados, honestos, íntegros y, por supuesto, de izquierdas.

Puedo decir sin temor a errar que si alguno de esos calificativos puede aplicárseme a mi es, en grandísima medida, gracias a que mi abuelo, tras haber escrito varios libros y numerosos artículos, ganado decenas de pleitos, y criado a 4 maravillosas hijas, decidió invertir parte de su tiempo y de su amor en transmitirme a mí, su tercer nieto de entonces no más de 16 o 17 años, su experiencia, su conocimiento, su forma de hacer y su manera de ver la vida.

Así pues, tras luchar incansablemente por democratizar una sociedad dictatorial, promover sin descanso los intereses de la clase obrera, defender Barcelona, su ciudad, de los espurios intereses de indecentes especuladores sin escrúpulos, y cruzarse la Vieja Europa en hasta 3 ocasiones para estrechar lazos con nuestros vecinos rusos, el auténtico regalo de mi abuelo a un mundo que, a pesar de sus esfuerzos, parece empeñado en devorarse a si mismo, es dejar en él a una esposa, 4 hijas, 8 nietos y un bisnieto, dispuestos a mantenerse firmes ante la perversidad del dinero y los desmanes de los poderosos.

Por eso, Abuelito, por eso y por todo lo demás te estaré, te estaremos, eternamente agradecidos.

Que la tierra se te sea leve.

Ivo Recoder Moreno

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